domingo, 6 de junio de 2010

Distrito


Laugthon Shelley me mira con cara de asco.

Su taza de té humea delante de su indecente cara consternada. Laugthon es un perverso. Oh sí, uno de esos tipos que se mete en problemas y que cree que prometiendo pagar puede solucionarlos. Su mueca de disgusto se eterniza en el aire y pareciera que alguien le ha puesto pausa al rostro de este degenerado con patente de Harvard. Así que mientras atisbo al camarero negro que va y viene con las bebidas, a una vieja vestida de rosa que arregla su desaforado sombrero de chanel o lo que sea, y me relamo viendo a una desventurada chica que sufre un plantón y que se ha vestido como para un cóctel y para una posterior cogida, digo, mientras pasa todo esto, Shelley mantiene su irritación. Descubro por qué, he hecho algo mal con el azúcar.
-          ¿Puedes usar las condenadas pinzas? – dice levantando una ceja y apuntando con el índice hacia el artefacto plateado. Esto hace que inmediatamente yo saque los cinco dedos de adentro del azucarero y trague el terrón de azúcar que tengo en la boca. Junto con el chicle.
-          ¿Puedes usar los putos modales que te enseñaron en Harvard? – pregunto, hastiado.
-          Un caballero no tiene nada que discutir con un matón de tu calaña. – dice Shelley, sorbiendo delicadamente su té, el meñique en el aire.
-          Salvo si ha olvidado pagarle.
-          Tendrás tu cheque mañana
-          Ya me harté de la cantinela.
-          ¿No entiendes que no puedes venir aquí? Esto es el Waldorf Astoria. La quinta avenida, trajes caros, dinero que nunca verás en tu vida, chicas inaccesibles. Usando una metáfora proporcional a tus neuronas, si estuviéramos en la jungla, te diría que te has subido al árbol equivocado. Este es mi distrito, no el tuyo.
-          Sin embargo tú no tuviste demasiados problemas en ir a buscarme a mi árbol. A mí distrito, digo.
-          Los vips y los alfas tenemos derecho de acceso en donde sea. Solo que no queremos ir a lugares donde la gente como tu vive. Lo hacemos solo en caso de…
-          De necesidad – completé yo.
Eran las cinco de la mañana. Yo estaba en casa, seguramente haciendo lo único que sé hacer a las cinco de la mañana. Continuar drogándome. Llovía copiosamente y Marine, prostituta negra a la que llamé para que viniera a acompañarme en mis arduas horas de ocio, nunca llegó. Dos días más tarde me enteré que esa noche, su pimp la había liquidado de un tiro en la nuca.  Así que mi puerta sonó y lo que yo creía que iba a ser una negra tetona y predispuesta resultó ser un economista de la Ivy league, mojado y temblando por el miedo. Desde el primer momento supe que ese tipo era una mierda de persona, porque yo soy una mierda de persona y reconozco a los de mi raza al primer vistazo.
-          Stanley me dio su dirección. Necesito que me haga un trabajo.
-          ¿Quién y por qué?
-          No puedo creerlo, estoy hablando de matar a una persona.
-          ¿Usted trabaja en Wall Street, no? Es gente que generalmente mata, pero inmiscuyéndose menos – dije, encendiendo un cigarrillo.
-          ¿Cómo lo sabe?
-          Reconozco a los de mi raza.
-          ¿Es usted economista?
-          Sí, economizo balas usando cuchillos. Responda: ¿quién y por qué?
Y allí largó todo. Más de lo que yo hubiera querido saber. Al parecer, Laugthon tenía gustos sexuales un tanto excéntricos. A Laugthon lo ponían las mendigas, los vagabundas, vamos, las  sin techo. Al maldito degenerado le gustaba recorrer las calles solo para levantarse mujeres que no se hubiesen bañado en los últimos diez meses. Esa noche, mi antro se transformó en un confesionario y Laughton Shelley, descendiente directo de una familia de escritores ingleses (no tengo idea de quién, probablemente de Oscar Wilde o alguno de esos), cantó su salmo. Me contó que recorría la ciudad en Ferrari, buscando a sus presas, a las cuales subía a su auto y ya se imaginarán el resto. Luego de terminar, se iba a su piso de la quinta avenida, contaminado ya por la hediondez que despedía el cuero europeo. Entonces subía en el ascensor sin saludar a nadie, y entraba a su casa donde generalmente vomitaba en el baño. Expeditivamente bajaba luego a su auto, (esta vez muñido de desinfectante y revividor de cuero), y se pasaba horas limpiándolo. Finalmente subía a su casa, a frotarse obsesivamente durante horas con esponjas finlandesas, de esas que dejan marcas en la piel. Todo un majareta, el tal Shelley, pero los vecinos decían que mantenía el auto impecable.
Pues bien, el amor vino a perturbar su incómoda rutina. Desde hacía un par de meses, Shelley frecuentaba siempre a la misma sin techo. Se había enamorado de ella y no podía sacársela de la cabeza. Sus ganancias mensuales habían mermado y ahora, apenas sobrevivía con algunos millones por mes. Su rendimiento en la bolsa no era el mismo y sus jefes se lo habían hecho notar, escupiéndolo en grupo. Estaba muy angustiado.
-          Mátela, pero que no sufra.
-          Ya – dije – La mataré delicadamente.
El trabajo iba a realizarse ese mismo día, a las ocho de la noche. La parte de evitarle el sufrimiento a la amada de Shelley no estaba en mis planes: a mí me gusta matar y me gusta ver cómo sufren. Si no me gustara ver el sufrimiento ajeno me habría hecho modista, no asesino. Evitarle el sufrimiento a un ser humano significa para mí lo mismo que pedirle a un deportista de elite que haga toda su carrera corriendo contra discapacitados. En fin, eran las siete y cincuenta y ocho cuando cuando recibí un mensaje en el celular: “Suspenda el trabajo. S” En ese preciso momento yo estaba cruzando la calle para cargarme a la chica, que dormía una de sus varias siestas diarias en el callejón.
Suspendí el trabajo y me volví a casa, refunfuñando, porque el día estaba lindo para matar a alguien y porque hacía un buen rato que no salía a hacer deporte.
Unas semanas más tarde Laughton tocó a mi puerta de nuevo. Si la vez anterior estaba angustiado, esta vez estaba sencillamente desesperado.
-          Necesito que reanude el trabajo. Esta vez no me importa cómo lo hace.
-          ¿Qué ha sucedido?
-          Irma está embarazada.
-          ¡Enhorabuena! Deme un segundo que saco el whisky para brindar.
-          No estoy para bromas, Mesías. Para colmo, sabe dónde trabajo. Me la he encontrado afuera de la oficina, hoy.
-          ¿Lo ha seguido?
-          Ha sido una maldita coincidencia. Ella recoge latas vacías y me vio salir del edificio cuando mientras llenaba su carrito.
-          ¿No han pensado juntos en el aborto? Digo, es una buena charla que ambos pueden compartir en su apartamento, mientras usted pule sus muebles suizos y ella le roba la platería.
-          Ella me ha llamado de un público hoy. Quiere dinero, o irá a la prensa.
-          Ella tiene su teléfono, sabe donde trabaja y además lo chantajea. Esto se pone cada vez mejor. Voy a sacar el whisky.
-          Deme uno. – rogó Shelley.
-          Esto no es un bar.
-          Por favor.
-          Ok, aquí tiene – dije, llenando otro vaso.
-          ¿No tiene un vaso limpio?
-          Esto no es un bar.
-          ¿Y por qué motivo ha instalado usted luces negras entonces?
-          Para encontrar la cocaína que se cae al piso.
-          Ingenioso – dijo Shelley, como por decir algo.
-          Tengo que cobrarle el doble, Shelley – dije, luego de un trago largo.
-          ¿Por qué?
-          Son dos vidas con las que tengo que terminar. Dos vidas son dos muertes y son dos trabajos.
-          ¡Usted acaba de aconsejarme practicar un aborto!
-          En cuestiones de trabajo soy muy católico.
Para no darles la larga, esta vez suspendí yo el trabajo. O sea, tomé una cuerda larga, tomé a Irma (o sea el trabajo) del cuello, y la suspendí de un puente. Lloró bastante. Luego su cuello sonó como una madera cuando se parte y la condenada dejó de chillar. Y ahora estoy aquí, delante de Shelley. Su rostro ha adoptado los gestos de una chica que se ha emborrachado demasiado anoche y se ha despertado en un cuarto donde hay siete hombres desnudos y ninguna otra mujer. No quiere acordarse del tema.
-          Quiero mi dinero.
-          Lo tendrá. – se disculpa Shelley.
-          Lo quiero ahora.
-          No tengo esa suma encima.
-          Venda su auto, o un mueble o lo que sea. Hay una casa de empeños cerca. No es mi problema. Deme mi dinero ahora.
-          No lo tengo. – y luego, más calmo agregó – Váyase. No le conviene que yo llame a la policía. Ante cualquier cosa que yo diga en este lugar, me creerán a mí. Este es mi distrito.
Tomé mi sobretodo y me lo puse y salí sin saludar, como los millonarios ofendidos.
-          Señor, tiene un agujero en el sobretodo – me dijo uno de los botones.
-          Vete a la mierda – le contesté.
Esta noche, Laugthon morirá, por dos motivos. El primero es porque ya hace demasiado tiempo que me debe el dinero y uno no puede hacerse fama de idiota entre los asesinos de esta ciudad. El segundo motivo es que he visto el pronóstico del tiempo, y la noche está linda para matar. Así que pues, Laugthon llegará a su estacionamiento, pero antes de entrar, verá a una mujer sin techo, medianamente guapa y con casi todos los dientes, a quien ya he contratado por algunas líneas de cocaína, un paquete de cigarrillos y dos jeringas. Frenará su auto, por puro instinto y porque nadie es insensible a aquello que adora. En ese preciso momento y viniendo desde cincuenta metros, una bala hará explotar su cerebro como una fruta roja y gris. Dispararé desde el callejón oscuro que hay paralelo a su entrada, que es, como todos los callejones que existen en esta isla, mi distrito. Y me iré, silbando contento a mi auto, meteré mi fusil en el baúl, y pasaré por la zona caminando, viendo como llevan presa a la mendiga sordomuda que contraté.
 Y si bien no habré cobrado mi deuda, habré hecho un poco de deporte, que dicen que es bueno para la salud.