martes, 16 de junio de 2009

El precio del alcohol


En un encuentro regular, en “Personal Jesus” había seis o siete matones, que no entablaban entre ellos relaciones cordiales. Jugaban siempre al pool sin hablarse entre ellos. Un matón no entabla relaciones con nadie. Por el contrario, los asesinos a sueldo, como Salt, Mekado, Jimena Burgos y yo, nos juntábamos siempre a tomar una copa en las mesas del fondo. Los matones nos miraban de reojo, con envidia. Podíamos reunirnos a beber porque estábamos seguros de que nunca íbamos a tener que matarnos entre nosotros, porque nuestros patrones no tenían negocios en común.


Salt era un matón de una doce familias italianas de las Vegas. Decía que era un “Martello”, pero era tan bajito que Jimena Burgos opinaba que en realidad era un matón más acorde a Salt Lake City que a Las Vegas. De allí su mote, que él se tomaba con muy buen humor y apuntando con su mira láser a la Burgos. Mekado estaba con los japoneses, no hablaba bien el idioma, pero tenía un asombroso dominio de las armas blancas y buen gusto para elegir bares karaoke. La más asombrosa de todas era por lejos, Jimena Burgos, la mexicana, que más se parecía a Diego Rivera que a Frida Kahlo. Exceso de testosterona, cuerpo de atleta de Alemania del Este durante la guerra fría, Jimena Burgos tenía dos cojones bien puestos, que le habían crecido por usar anabólicos.


La reunión nos servía a veces como terapia de grupo. A veces uno traía sus problemas, los más difíciles, y los podía conversar con los otros.


- Tuve que matar a ese tipo, y me dio rabia, porque el tipo solo había querido pasarse de vivo, trampeando en el black jack – Decía Salt.

- Bueno, no te sientas mal. Imagina que está en el cielo, con Dios, donde las cosas son más justas. Y que él, como no puede matarlo, simplemente lo hecha a patadas en el culo de su casino. – sugería yo.


Nos poníamos al día en cuestiones de armas, drogas, prostitutas valiosas y caballos de carrera. Conocíamos todos los chiringuitos de la ciudad. Habíamos cultivado una verdadera amistad.


Es una pena que ahora tenga que liquidar al japonés.


Las reglas de nuestro grupo incluyen la cortesía. Eso implica que tuve que hablar con Salt y con la Burgos, y avisarles que el japonés iba camino a convertirse en sushi de los leones del Zoo de Central Park. La Burgos me dijo que el japonés no hablaba mucho, y que ya estaba harta del karaoke, y también de “Personal Jesus” y que ya iba siendo hora que visitáramos más seguido los bares de lesbianas. Salt me dijo que bueno, pero que teniendo en cuenta que era un conocido, lo matase con respeto. Estos italianos…


Fui a la casa de Mekado, a buscarlo con mi auto, como solía hacerlo los viernes. Subí las tres plantas y toqué a la puerta. Estaba abierta. Menuda duda. Sí, saco mi arma, le pongo el silenciador y entro a los tiros, y cuando lo veo, lo liquido de un tiro en la cabeza. Luego lo enrollo en la alfombra, espero hasta la medianoche, lo subo a mi auto y se lo tiro a los leones.


O quizá lo mejor sea rociarlo con gas paralizante. Pegarle un culatazo en la cabeza. Pero podría gritar. No me conviene.


Maldito japonés de mierda. Debe saber que lo estoy buscando por el asunto de la droga en los pescados congelados. Yo abro la puerta.


Y la abro.


Colgando como una marioneta, pero del cuello, está el japonés, sobre la mesa de su cocina. Al lado de la puerta, hay una trampa con cuchillos, lista para perforar a quien se atreviera a pasar la puerta. Para mi suerte, no estaba instalada. Carajo. Alguien se me adelantó. Voy hasta la heladera. Saco el jugo. Me sirvo un vaso. Reflexiono. Lloro. No por Mekado, sino por los seis mil dólares que voy a perderme por no haber hecho el trabajo.


Salgo de allí. Voy a “Personal Jesus”. En la mesa, delante de un mojito, está la Burgos. Salt no ha llegado todavía. Sé que a la Burgos le gusta asfixiar, porque cree que es hindú y que es una auténtica thug. Intento por el lado amable.


- Marimacho, ¿me has robado el contrato? ¿Te has cargado al japonés?

- ¿De qué idioteces hablas? ¿Has terminado el trabajo drogándote, como siempre?

- Eso no tiene nada que ver. Es evidente que estoy drogado, pero no porque terminé el trabajo. Alguien se me adelantó. Fuiste tú. Te gusta mucho asfixiar. Mekado colgaba de su lámpara.

- Bueno, no pesaba mucho el japonés. Lo hubiesen podido colgar de un globo de cumpleaños inflado con helio, y lo hubiesen ahorcado igual. ¿Dejó una carta?

- No.

- Igual no hubiésemos comprendido que decía.

- No te hagas la imbécil. ¿Quién te pagó?

- No me pagó nadie. Yo no lo maté.


En ese momento llegó Salt.


- Hola, amigos.

- ¿Tú te cargaste a Mekado, Salt?

- Sí, Mesías. Pídeme una cerveza.

- ¿Por qué, cretino?

- Te dije que no había sido yo – dijo la Burgos.

- Tú cállate y arréglate el bigote – le grité a la Burgos. Y luego, a Salt – Dame una buena razón para no matarte ahora mismo.

- Acabo de salvarte la vida.

- ¿Ah sí?

- Sí. Pídeme la cerveza y te cuento. ¿Quién paga hoy las rondas?

- Yo no – dijo la Burgos.

- Yo tampoco, pero seguramente tú podrías pagarlas con el dinero que me has robado.


El tema era así. Salt se había ido de boca con el japonés. El día que yo le había pedido permiso para matar al amarillo, Salt se emborrachó y se fue de lengua delante del japonés. El alcohol suele ser traicionero. El japonés salió pegándose con los talones en la nuca, (quiero decir “rápidamente” para la gente bonita) hacia su casa, a preparar la contrainteligencia para establecer su defensa y hacer de mí un pinchito de langostinos. Por eso los cuchillos y todo eso. Entonces, cuando a Salt se le pasaron los efectos etílicos y se dio cuenta que había cometido un grave error, fue a la casa del japonés e intentó razonar con él, asfixiándolo. Estos italianos…


Jesús trajo la cerveza y otra ronda. Tequila, mojito, cerveza.


- Mexicano de mierda, tus copas están siempre sucias – se quejó la Burgos.


Jesús sacó su arma y le apuntó entre los ojos al ser que es Jimena Burgos. No estaría muy seguro de llamarla mujer. Yo al mismo tiempo saqué mi luminoso y apunté a los huevos de Jesús. De vez en cuando, el mexicano quiere hacerse el valiente. Y de vez en cuando, tengo que repetirle el mismo parlamento.


- Si no te mato – le dije – es porque he visto “Buenos Muchachos” y sé perfectamente lo que cuesta conseguir alguien que te sirva el alcohol.

- Son veinticinco dólares – dijo Jesús, temblando como una hoja.

- Hoy tenía que pagar las rondas el japonés – dijo Salt.

- Salt, eres un idiota. Por culpa tuya, hoy tenemos que pagar nosotros. ¿Bien podrías haber soltado la lengua otro día, no?

1 comentario:

  1. AHAhahaah, genial el final!!! Estas cosas me gustan, Pedro. Gracias.

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